martes, 3 de enero de 2012

Dolores se fue apagando despacio, como la fina lluvia de otoño al llegar el invierno. Su cerebro se agotó en pasiones imaginadas, en deseos incumplidos, en noches desveladas y en silencios eternos. No escuchaba a nadie, su mirada ausente y perdida se quedaba fija en el infinito, mirando sin ver.
Paula, su prima más preciada, no la dejaba sola ni un instante. Todas las mañanas bajaba desde el Barrio de la Plaza hasta la casa de la madre de Dolores, en el Barrio Bajo, para pasar horas muertas con su prima, rememorando todos los momentos que habían pasado juntas, tratando de despertar en Dolores una brizna de lucidez.
 Paula tenía, a sus veinte años, un espíritu de niña grande. Sus ojos almendrados ofrecían una mirada siempre alegre. No era hermosa, como Dolores, pero al sonreír mostraba unos hoyuelos en las mejillas que agraciaban su rostro, haciéndola atractiva. Su alegría contagiaba al que se acercaba a ella. Si había alguien en el pueblo que pudiera sacar de su mutismo a Dolores era Paula.
La belleza de Dolores llegó a ser mítica en la zona. Su mirada hipnotizaba a los hombres y era deseada por todos aquellos que la veían. Provocó peleas entre pretendientes y se cruzaron cuchilladas pronunciando su nombre. 
Dionisio, hijo de una de las pocas fortunas del pueblo,  presumía de ser el único conquistador que tuvo Dolores.
Lucía un bigotito de señorito de ciudad, que se trajo después de unos años en Madrid donde estudió letras.
En un lugar donde la gente cubría su cabeza con boina negra de lana, vestía con pantalones de viejo tergal y fumaba picadura liada que encendía con yesca, Dionisio lucía sombrero Borsalino, vestía con traje holgado con corbata de rayón a la moda americana, y gastaba cigarrillos con filtro que encendía con un Zippo plateado regalo de su tía por aprobar el bachiller. 
Logró que su padre le comprara una casa en La Puebla, en la parte alta, cerca del Castillo e instaló allí un pequeño despacho, donde gastar y justificar algo el tiempo dedicado a los estudios. No tenía ningún interés en desarrollar su ganado don, a base de prevendas paternas y conchabeos familiares en Madrid, más que aprovechar las rentas que el capital de la familia le proporcionaba. 
Era de los pocos que tenía coche y, de vez en cuando, se hacía un viaje hasta la capital, en un Dodge negro que Cecilio, criado, palafrenero y compañero de juergas zamoranas, abrillantaba con fruición.
Paula estaba enamorada secretamente de Dionisio desde los doce o trece años.
Nunca se lo quiso confesar a su prima creyendo que esta profesaba por el dandi su misma pasión. Por eso no le perdonó nunca su desaire con el carrilano gallego de ojos de gato. Aún así, en el  agonizante declive de Dolores, fue junto con la vieja Teresa su madre, el único sostén que esta tuvo y con el que pudo resistir el embarazo. 

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