domingo, 1 de enero de 2012

El color de las hojas secas

Aquel día que se rompió el cielo inundando las calles del pueblo con perlas de cristal, fue cuando la abuela, con su manto negro, le dijo que le faltaban dos noches para morir. Aquel día Manuel, con catorce años, tuvo la certeza de que su abuela no le contaba un cuento de viejos molinos o de lobos hambrientos buscando el ganado. Aquel día supo que el destino se teje con hilo frágil y que el frío puede sentirse incluso con la canícula mas adversa de agosto. Aquel día se quedaron sin alas las mariposas de colores que revoloteaban en sus sueños.
Manuel, nació huérfano de madre y nunca supo del hombre que, en una tarde de pasión y desenfrenado amor, forjó los cimientos de su existencia. Su madre y su padre fue su abuela quien, en los primeros días, lo amamantó robando de las ubres de una oveja recién parida el alimento para su nuevo vástago. Creció al amor de la lumbre de un viejo hogar que presidía la cocina, pintada de humo, ennegrecida y ajada, donde colgaban despojos de la matanza. Un viejo escaño, a un lado de la chimenea, era el único acomodo de aquella cocina. Fue cuna y después cama de Manuel en muchos días en los que el invierno se apoderaba de las calles y el frío se colaba entre las piedras de las casas. Aquel escaño, al abrigo de la lumbre, fue su cobijo muchas tardes, mientras la abuela se movía inquieta por la cocina, siempre acompañada por una orquesta de agua cociendo patatas recién peladas.
Manuel se levantó aquella mañana y sintió que se había parado el mundo. El aire, sin brisa, se ofrecía denso y turbio, costaba respirar. Había sido una noche de sueños inquietos, lleno de angustiosos malos presagios. En la chimenea, quedaban los rescoldos de la noche anterior, ennegrecidos, muriendo con parsimoniosa quietud.

En una esquina del escaño, la abuela, encogida, con los brazos abrazando su menudo cuerpo, cumplía la profecía que dos días antes le había contado a Manuel. Había muerto, sin contar con nadie,  con el mismo silencio con el que mantuvo su vida. Las hojas verdes de los robles y chopos, caían como copos de nieve. Al instante, al tocar la tierra, tornaban en una amalgama de colores, ocres, rojos y amarillos que daban algo de luz al brumoso amanecer. En la calle, el cielo no terminaba de clarear, manteniendo el mismo color de luto que embargaba el corazón de Manuel, quien supo, en ese momento, el sabor que tiene la amarga esencia de la soledad.

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